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           Me llaman Yolanda, Yolanda Blanco. Mis progenitores debutaron conmigo como padres, un lunes de un día nuevo y abierto. Luego, con esfuerzo y generosidad, sacaron adelante a siete hijos más, que no nacieron “trayendo el pan debajo del brazo”, como pretendía el dicho esgrimido entonces por los propulsores de las proles numerosas.

 

          Mi padre predijo que yo iba a ser escritora. Mi inclinación, sin embargo, era la música, que flota en mi familia paterna hacendosa y genuinamente (abuelo, bisabuelo, tíos, primos fueron/son músicos profesionales). En ese aspecto, la naturaleza fue parca conmigo. Me fue dado un gran amor por la música a despecho de talento. Me volqué en la escritura; nunca olvidando, como dijo Borges, que “la poesía siempre se acuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito. Se acuerda que fue primero canción".

 

          En 1971 comencé a publicar mis textos. Me arrimé a la sombra de los frondosos árboles que fueron Juan Aburto y Ernesto Gutiérrez, ante cuya largueza y perseverancia procuro siempre dar la talla. Éramos pocas en esa década las poetas mujeres. Buscábamos ser creadoras no solamente musas. En la década de los setenta, no fue difícil que los poetas varones reconocieran “las dos medias lunas de sudor alrededor de las axilas” — como escribiera Carlos Martínez Rivas refiriéndose al trabajo creativo de la costarricense Eunice Odio—, esfuerzo que no muchos poetas de los años 40 y 50 advertieron.

         

          Perseveré entonces en mi llamado y publiqué Así cuando la lluvia (León, 1974). Junto con Ernesto Gutiérrez y Fanor Téllez organicé en septiembre de ese mismo año el primer recital de escritoras mujeres, en el Paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), con sede en León. Poco después Cerámica sol apareció como separata de “Cuadernos Universitarios”, revista publicada por la Editorial de la mencionada universidad, en 1977.

 

          Me propuse conocer a Rimbaud y tuve la fortuna de aprehenderlo en Francia, donde asimismo estudié historia del arte moderno y comencé a escribir los poemas que ormarían parte de Aposentos, editado en 1985, bajo el sello del PEN Club, en Caracas.

 

          Antes de dicha publicación, desde 1978, ya vivía yo en Venezuela. Guardo de ese país el privilegio de haber participado en la puesta en escena y apertura de lo que se dio en llamar “esa poesía”: el golpe de timón para soltarse de un tardío y nocturnal surrealismo y enrumbarse hacia la vereda soleada de la poesía conversacional, acometido por grupos como Tráfico y Guaire, que afilaron sus estiletes en Calicanto, el taller literario impulsado desde la casa de Antonia Palacios.

 

          Desde 1985 me radiqué en la ciudad de Nueva York. Enmudecí durante varios años, pero arraigó en mí la búsqueda de otras rutas y caí bajo el influjo de la poesía y el pensamiento orientales.

 

          De un apartamento construido sobre un cementerio antiguo, salí en 1993 gravemente enferma hacia la sala de emergencias de un hospital, donde determinaron que mi única y magra salida era un transplante de médula. Ángeles y númenes me cobijaron y logré reestablecerme mediante terapias naturales y sin la tan gravosa intervención quirúrgica.

 

          Aunque soy lenta y acusiosa al corregir, el chorro de la fuente ha vuelto a brotar. En 2005 participé con fortuna en el “Mariana Sansón”, concurso que honra a la poeta que admiré y frecuenté en mi adolescencia. De lo urbano y lo sagrado fue el poemario ganador, publicado ese mismo año bajo el sello de ANIDE. Y sigo en mi andadura.

 

          Debo decir, por último, que en medio de un mundo de chaparrones y tormentas, para amainarlos o bandearlos, persisto en la creencia de que nuestra aliada es la música de la belleza, Tagore dixit.

 

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